Estoy por empezar la segunda vuelta cuando lo veo. En el sector de las mesitas pegado a los aparatos, hay un hombre detrás de un maletín. Está abierto, apoyado sobre la mesa de cemento y le tapa una parte de la cara. Pero no sé dónde está la radio, porque no puedo seguir trotando con la cabeza dada vuelta. Y estoy segura de que esa fritura es música en una radio. Me imagino la portátil. Es un sonido familiar. Al tipo le gusta la radio como a vos. Vos, en las siestas, escuchando a Boca en los relatos de los que sólo recuerdo una cadencia. A veces te quedabas dormido de aburrimiento. O era yo la que se aburría y lo tuyo era cansancio.
Música. Es una música familiar. La tercera vuelta me agarra caminando. Trato de mantener el paso vivo, porque si no, no sirve. Presto atención a dos perros que juegan a correrse cruzando el sendero por donde voy. Y entonces oigo una voz, que sale como de un parlante. Se desprende del fondo instrumental. Y canta algo que conozco. Creo que es un tango. (Otra vez vos). Esta vez miro. El maletín es una notebook. La cabeza canosa que asoma está cantando, con un micrófono conectado. Toda la vuelta la hago tratando de recordar cómo encajan esos dos compases que escuché en el conjunto de un tango que conozco.
En el extremo opuesto del parque, donde estoy ahora, un cartel publicitario exhibe la imagen de un desconocido, hermoso como solo puede ser lo que no es real, lo que es puro deseo. Mentiría si dijera que no pensé en vos, aunque no te parezcas al del afiche.
Si están tus cosas pero tú no estás, vinieron a mí las palabras de la melodía del cantor del parque. Porque eres algo para todos ya, como un desnudo de vidriera.