El sonido inconfundible de un mensaje nuevo en el teléfono
despertó a la mujer. Dudó unos segundos, aún inmóvil en la postura del sueño.
Estiró la mano y comprobó la hora. Las cuatro y media de la mañana eran para el
escritor las mejores horas para ejercer su oficio. Tardó en unir ambos hechos.
La llamada y la escritura. Los mensajes iban y venían. Pensó vagamente en que
ella formaba parte del trabajo del escritor. La madrugada, la mujer, la
escritura. Entre uno y otro mensaje volvía a acurrucarse entre las sábanas y a
dormitar. El escritor le preguntaba cosas. Ella respondía con palabras
impregnadas de sueño. Se sintió dentro de un experimento.
Era la protagonista de una escena. La sometían a un
interrogatorio penoso y sin descanso. No podía sostener la cabeza, la vencía el
cansancio. Cuando estaba a punto de desmayar, un pinchazo la hacía saltar de la
silla. Tenía que seguir contestando preguntas, hasta llegar a la verdad. No a
su verdad, sino a la verdad del interrogador, que estaba establecida de
antemano. No volvió a despertar. El libro se publicó un tiempo después, sin su
consentimiento.